La marcha de los condenados
El Rey brillaba por su ausencia, no se presentaba a las reuniones del trono y poco se le veía por los pasillos del castillo, encerrado en la torre norte pasó sus últimas horas de capitán, mientras su barco se hundía. El Hierarca, desde el altar a Illuriah, tomando acción como regente, dió la orden de poner en picas las cabezas de los alborotadores de la paz. Así crucificaron a todo el que alterara el orden dentro de las murallas de la ciudad, aplacando la violencia con crueldad. La ley se aplicó con mano de hierro por los Yelmos Argentos y La Inquisición Solar, quienes sin darse cuenta parecían disfrutar de la carnicería, liberando sus más oscuros instintos, capturando a quien pareciera sospechoso para decorar el área frente al balcón real con cabezas humanas. Pronto la plaza del Guantelete, frente al alto castillo de Thalmor Azuv, no tenía más lugar para crucificar cuerpos, el extenso patio exterior era un bosque de rostros que reflejaban el horroroso momento de su muerte.
Los habitantes de Thalmor Azuv siguieron teniendo vívidas alucinaciones, habían sido visitados todos por espíritus de larga condena y profunda voz que los invitaban a fusionarse con la energía del universo como respuesta y solución a toda esa angustia, dolor y enfermedad que les presionaba el pecho, les ofrecieron paz y plenitud para sus corazones agobiados por la virulencia y el caos. Con el sentido de la vida perdido se sintieron reconfortados por las promesas de deseo y poder en universos creados por sus propias conciencias. La idea golpeaba sus cabezas con agresividad, mientras la sombra de un oscuro señor se alzaba por sobre sus voluntades.
Fué durante el amanecer más rojo que se escuchó por primera vez el cuerno gutural en la inmensidad, retumbando con violencia en los cimientos de la ciudad y en las frágiles mentes ya poseídas.
Como ganado camino a su propia muerte marcharon los borregos de la peste, en busca de abrazar la putrefacción del árbol marchito y fusionarse con él para acabar con el dolor. Ojos atónitos observaban como la marcha suicida avanzaba directo a ser tragadas por el vacío de las heridas arbóreas, arrastrando y uniendo a la masa a quien estuviese en su camino mientras el sabino se deleitaba abriendo sus enormes fauces demoníacas engullendo cuerpos, mentes, almas y sueños, desatando infernales convulsiones cuando la peste se alimentaba en su interior y transmutando su imagen terrenal en una compleja danza de patrones malditos. Los gritos de desesperación de los conscientes de sí mismos rebotaban entre las paredes ensangrentadas cuando veían al árbol que adoraron llevarse sus amores que marchaban lentos y decididos a cumplir su destino, abrazados a las piernas de sus hijos elegidos se arrastraron madres de corazón roto y soldados desaparecieron intentando detener hermanos, triturados y asfixiados por una bestia de un millón de pies descalzos impulsada por una abominable fuerza superior.
Una sombra avanzó lentamente sobre la negra tierra teñida por el follaje caído, como si un fuego infernal hubiese besado los campos, y un frío viento se filtró por los callejones repletos de gritos, la luz comenzó a disminuir de manera paulatina a medida que la oscuridad crecía y el cielo parcialmente despejado mostraba el espectaculo simbolo del peor de los augurios, un eclipse solar coronaba la atmósfera escupiendo miedo en las entrañas fruncidas de todo espectador acompañando el retumbar de los altos campanarios de la ciudad blanca, las cuales solo podían ser tocadas en dos ocasiones, cuando un rey fallece o un enemigo ataca.
Desde las altas cruces bífidas cayeron los cuerpos con los brazos desgarrados, enardecidos e hirviendo de furia, con frenética violencia comenzaron a abalanzarse sobre todo el que respirara. Un brote psicótico se apoderó de los crucificados, que ya mostraban indicios de mutaciones y enfermedades desde que abusaban de las sustancias y con garras y dientes desgarraron carne, cuero y hasta hierro.
Desde las profundas heridas del podrido árbol, resucitaban criaturas humanoides que escupían negra savia desde sus bocas con dientes podridos y gigantes formados de cadáveres con garrotes de raíces fétidas y putrefactas. Las campanas dejaron de sonar por debajo de los gritos, la desesperación y desesperanza se apoderó de la ciudad, la sangre se filtraba por las alcantarillas junto con la savia negra y el olor de la podredumbre. El sol no volvería a alumbrar esta ciudad. Desde ese día Thalmor Azuv le perteneció a la muerte.
Heraldos escaparon en las ocho direcciones a entregar mensajes, y cientos de sobrevivientes se esparcieron por las tierras de Middelreign, pero la maldición de la plaga comenzó a expandirse por el reino, la oscuridad nocturna arrasó con todo el valle al interior del anillo montañoso, cada castillo, feudo, pueblo y plantación sucumbió ante la marcha de los muertos. Cada vez que alguien cayó se unió a las filas del ejército del árbol muerto, a respaldar las fuerzas de la Señora de la Podredumbre que ahora se sentaba en el trono nudoso, con nigromantes por caudillos y caballeros muertos portando sus estandartes.
…No, no, no… lo que ustedes llaman enfermedad es revelación. El hedor de la plaga es incienso en mis pulmones. Las voces me han mostrado los pliegues ocultos de este mundo, la puerta detrás del telón.
El Hierarca dice que el Padre no nos abandona. ¿Dónde estaba cuando mi madre fue devorada por sus propios hijos muertos? No… ese sol no volverá a iluminar. Solo Ella.
La que se arrastra tras las ramas. La que viste de sombras como otros visten de púrpura. La que ríe con mil gargantas y cuya corona se derrama como eclipse sobre la tierra.
Me prometió un lugar en su danza.
Ya siento que mis huesos se afinan como cuerdas de un arpa invisible, que mi carne se dobla para componer melodías que no existen en este mundo. Mis pensamientos se astillan como espejos, cada fragmento canta una nota distinta, y juntas forman el himno de la verdadera ciudad, la que se alza detrás del velo del sabino, donde no existe muerte ni memoria, solo eternidad.
Escucho sus pasos ahora, lentos, pesados, infinitos. Se acerca, se acerca por dentro.
Mis manos ya no me obedecen, tallan signos que no entiendo pero que laten con una vida propia.
La ventana respira. El suelo palpita. La luna tiene dientes.
Y cuando la vea al fin, cuando contemple su rostro cambiante entre las fauces del árbol, ya no seré yo.
Seré muchos.
Seré Ella.
