La ciudad del eterno otoño

El anciano árbol sabino de titánicas proporciones se alzaba majestuoso sobre Middelreign, su gargantuesco tronco se erguía sobre las montañas e incluso era capaz de acariciar las nubes cuando la mañana llegaba gris, y era tan grueso que ni diez mil hombres podrían rodearlo, extendía sus inmensos brazos abarrotados de múltiples dedos que se intercalaban en una danza ordenada e imponente, asolando la tierra con una lluvia de hojas rojas y cobrizas cada vez que la brisa mecía su follaje. Su esbelta e imponente imagen proyectaba una inspiración inconmensurable y estremecía de fé los corazones de quienes se postraban en presencia de la divinidad primigenia más grande existente sobre estas tierras.

A la sombra del coloso se alzaba el enorme hogar de reyes, Thalmor Azuv, la Ciudad Entrelazada, con sus altas construcciones trenzadas con arte milenario entre las extensiones del árbol que se mezclaban con la madera blanca. El rocío del alba se escurría sobre los techos de tejas negras cubiertas de musgos que recibían los escasos rayos de sol que se filtraban sobre ellos, como una cálida alfombra frente a una chimenea en invierno. En la plaza principal de la ciudad, frente al gran templo dedicado a Illuriah, se alzaba imponente una estatua dorada del Dios en su forma de Octavi Ale, rodeada de decenas de cruces bífidas con cadáveres empalados a medio descomponer; usureros, ladrones y violadores.

La ciudad del eterno otoño construida para guiar y contener el crecimiento del Sabino Blanco fué un faro de arte, ciencia y conocimiento en sus eras prósperas, una fuente de gracia y progreso construida dentro de altas murallas para proteger y resguardar el orden y esplendor de los Sigilos Sacros, regidores de los principios del universo que acercaban a la humanidad y al resto de razas a la alineación con la fuerza ódica del creador. La vasta construcción se desplegaba entre las raíces adventicias que sobresalían de la tierra conformando paredes y puentes naturales que se adaptaban a la sinergia de los blancos ladrillos salpicados de moho verdoso y anaranjado.


Dentro del gran castillo de mármol, cuándo la desconocida enfermedad azotó la ciudad, en el nudoso trono que se levantaba varios escalones por sobre las baldosas del salón de los besamanos, se sentaba Balthazar, el miserable, quien había sido maldecido con tal alias por ver padecer a cinco de los siete vástagos que su esposa había engendrado durante la vida que pasó a su lado, falleciendo también en el parto de su último hijo. El rey de Thalmor Azuv sentía como Dios y la muerte se reían en su cara, despojandolo de todo lo que alguna vez amó, derrumbando el coraje de su alma, arrebatándole el sentido a su existencia y quebrando la extraordinaria voluntad que él mismo había forjado a través de una gloriosa y desafiante vida. Balthazar había perdido la capacidad de sentir amor y su corazon esteril vagaba por su castillo, cual alma en pena aferrado a una existencia vacía.

A pesar del oscuro pesar de su regente, el consejo real mantenía en aquel período cierta prosperidad económica y cultural en la ciudad blanca, lo que la llevó a generar un crecimiento de población que se volvió paulatinamente insostenible. Una docena de castillos con sus propios feudos se alzaban alrededor de la gran ciudad, con enormes rutas de comercio por las que cruzaban preciosas especias venidas de todas partes del mundo, artistas itinerantes con sus jaulas de animales salvajes, caballeros errantes y también prisioneros perseguidos por la fé, arrastrados y encadenados por los inquisidores del Sol.


Como toda gran ciudad, esta también estaba infestada de ladrones, estafadores, prostitutas y viciosos, apostadores y asaltantes y mendigos. Los caminos eran cada día más peligrosos y las noches cada vez más violentas y descontroladas.
Los alquimistas y herbolarios enfocaban sus investigaciones en sustancias y hierbas alucinógenas y estimulantes, pues era lo que más les generaba ganancias, se habían dado cuenta que la gente era capaz de cualquier cosa para conseguir un poco de felicidad enfrascada en una botella, ni siquiera el veneno les daba tan buen dinero como los estupefacientes.

También se creaba vino mágico y otras bebidas, fermentados y destilados de frutos y hierbas de los extensos bosques que rodeaban a Thalmor Azuv, mezcladas con elixires de placer y sensaciones extremas para usarlos en fiestas sexuales, que estaban prohibidas por el culto a Illuriah y sus arcontes, pero que en aquella época se habían hecho muy populares entre las altas casas y familias de la ciudad de reyes.


Cuando las marcas de la plaga aparecieron en la blanquecina corteza del árbol ya era demasiado tarde; las purulentas manchas surgieron abriéndose paso entre los surcos de la piel arbórea, pudriendo la savia escarlata y goteando lagrimas de oscura enfermedad, desprendiendo un terrible hedor a muerte y veneno. Los efectos fueron mostrándose de manera paulatina, no sólo físicamente en el cada vez peor aspecto del árbol blanco, si no también en las cabezas de los ciudadanos de Thalmor Azuv, extrañas voces susurraban en los oídos de los Thalmorianos, la constante sombra de la paranoia y desconfianza se alzó y esparció desesperanza por el aire como si de una espora perversa se tratase, las calles que antes sobresalían por estar abarrotadas de comerciantes, artistas y ciudadanos entrometidos en sus propios asuntos parecían cada día más vacías, generando un ambiente de silenciosa tensión, solo siluetas negras se escurrían en los rincones sucios y deshabitados, ecos de murmullos siniestros chocaban contra la fría piedra como si los ladrillos planearan traicionar a los pilares, los pocos que deambulaban eran los arruinados por las sustancias, que se arrastraban absortos en otras dimensiones decorando las calles de desechos humanos. Los dolores agónicos y las voces atormentaban cada vez más a la enferma multitud hasta que el rígido silencio de la obligada tranquilidad fue roto por una seguidilla de alevosos asesinatos y peleas callejeras que parecían estallar sin razón y terminaban en masacres, que se sumaron a los posteriores disturbios contra los inquisidores del Sol y la guardia armada del rey, los yelmos argentos, aumentando así el terror en el ambiente, mientras las raíces corrompidas del Gran Árbol se nutrían de la sangre derramada, el caos sembrado, la duda y la violencia, alimentando también la podredumbre que acechaba.



Yo lo escucho todavía.

La voz… no, no es voz, es un eco sin garganta, un tambor que retumba en mi cráneo, un resplandor oscuro que late detrás de mis ojos. Al principio eran susurros, palabras que no comprendía, como hojas secas arrastradas por el viento entre los pasillos húmedos de la ciudad. Después se hicieron nítidas, se hicieron mías.

Me decían: abre los párpados donde no hay ojos, respira el vacío donde no hay aire.

Y yo obedecí.

Las calles de Thalmor Azuv se pudrieron ante mí como carne abierta. Las piedras lloraban sangre negra, los muros se inclinaban para espiarme, los rostros de mis vecinos se estiraban hasta romperse en sonrisas imposibles. Caminaba entre ellos y todos eran máscaras, máscaras de oro corroído, máscaras que se derretían revelando… nada. ¿O era mi rostro lo que veía en ellos? ¿Eran todos yo?

El árbol… oh, el árbol blanco… lo recuerdo erguido como un dios de hueso, pero ahora lo veo respirando, su corteza late como un pecho enfermo, y sus ramas me llaman como brazos maternos. Cada noche sueño que me sumerjo en las grietas de su piel, que su savia escarlata se desliza por mis venas, reemplazando mi sangre por algo más antiguo, más verdadero.

No estoy enfermo…